Cuarentena

Escondida, muy temprano, en la parada del colectivo. Cómplice, el bolso, orgulloso de torneos, con olor a campamento, transpirado de arena y algún caracol olvidado. El cierre que siempre se traba en la mitad, esta vez corre ligero, impaciente.

El gato entrecierra los ojos, remolonea en el almohadón. Once platitos con su alimento lo intrigan desparramados por la casa. No uno, sino dos recipientes con piedritas. Más tarde, lánguidas las patas, arqueado el lomo, ocioso y atinado el ritmo, único habitante del atardecer, avanza curioso hacia el amarillo gastado del plato hondo, para beber, lamerse una pata y volver al almohadón.

El bolso sobre la falda, su barbijo que esconde el semblante, los ojos inquietos van y vienen del chofer a la nuca con elástico del hombre de adelante. Por fin Puente Saavedra. Con cuidado de no rozar a nada ni a nadie, ancho el espacio entre sus pies para conservar el equilibrio, camina hacia la puerta ladeándose aquí y allá. La frenada, el escalón, la calzada, dos pasos más y ya es una más de los que muy temprano avanzan sin querer tocarse, invitados a sentir este miedo al otro. Un miedo que a la vez es solidario. Es una solidaridad de responsabilidad limitada. Se hace bien no haciendo, no acercándose.

Cuadras sin piel, sin aliento de otros. Ni sus pasos se oyen de tan lejos que avanzan.
Al sol le da lo mismo, no se entera, baña de luz la cuadra. La puerta se abre y aparece la vida. ¿Tanto? Sí. Tanto. Se inunda el alma de un agua bendita, de un olor a campo, de canciones, de aire fresco, de susurro apenas, de caricia suave, de brazos que avanzan, de risas que curan.
Entran, juegan a saludarse sin darse un beso. El bolso en una silla, sabe que por algunos días vivirá en esa casa. Donde no hay que avisar que uno está llegando. Donde nadie impone distancia. Donde se puede jugar a que no está pasando lo que pasa. Porque somos hermanos. Y cuando estamos juntos la vida canta.

Maggie
abril 2020